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UNA ANTROPOLOGÍA DE LA VIOLENCIA EN CUERPOS FEMENINOS El cuerpo de las mujeres, la cognición corporeizada y la violencia colectiva:Un trabajo de Rosa Icela Ojeda

Actualizado: hace 6 días




Ojeda Martínez, R. I. (2021). Violación, cuerpo y cognición. Un caso en la Sierra

Tarahumara. Frontera Norte.


La violencia sexual en comunidades indígenas no puede seguir siendo entendida únicamente

como un daño físico individual. El trabajo de Rosa Icela Ojeda Martínez en Violación, cuerpo

y cognición. Un caso en la Sierra Tarahumara (2021), nos invita a complejizar esta mirada y

a incorporar en el análisis otras dimensiones: la cultural, la espiritual y la colectiva.


Desde un enfoque interdisciplinario entre las ciencias cognitivas y la antropología, Rosa Icela

Ojeda, una antropóloga de la Universidad Nacional Autónoma de México, con estudios

relacionados con la primatología y la cognición, analiza la violencia sexual a partir de un caso

etnográfico en la comunidad o’dami de Cordón de la Cruz, en México. Allí, el cuerpo

femenino aparece como un campo de disputa, un territorio simbólico y físico que es

instrumentalizado como táctica de control y dominación en conflictos por la tierra.


La autora expone dos dimensiones de la violencia: la expresiva e instrumental. Una está

relacionada con la acción directa y la crueldad; la otra, con finalidades intrínsecas o

propósitos estratégicos. La violencia sexual en corporalidades femeninas se ha transformado

en un medio para generar un impacto a nivel colectivo; es decir, es utilizada para tomar

venganza, infundir miedo o humillar.


“En estos conflictos, las prácticas violentas sobre el cuerpo como objeto de

ultraje, lucha territorial y colonización, muestran que a menudo la corporalidad

femenina puede adoptar significados asociados a la idea de superficie,

cartografía y tenencia territorial, un locus físico y simbólico sobre el cual se

trazan las normas de la crueldad”(Acosta, 2018; Milán, 2017; Segato, 2014,

citado en Ojeda Martínez, 2021, p. 5).


Lo que demuestra que los cuerpos de las mujeres han sido aprovechados con frecuencia como

estrategia de guerra. Esto se inscribe principalmente dentro de la violencia instrumental,

como lo señala la autora, siendo ellas siempre las sujetas más vulnerables del conflicto.


Uno de los aportes clave del texto es el enfoque de la cognición corporizada. Ojeda critica el

modelo occidental que entiende la mente como un fenómeno aislado del cuerpo y del

entorno.


En cambio, propone un enfoque enactivista que entiende mente, cuerpo y contexto

como dimensiones entrelazadas. Desde esta mirada, el daño no es solo físico o psicológico: es

también cultural, espiritual y social.El estudio que Ojeda aborda mediante dichos conceptos se centra en el caso de Esperanza,

una niña indígena o’dami víctima de violación en la comunidad Cordón de la Cruz, ejido de

Baborigame, en Chihuahua, México. A partir de un peritaje antropológico, la autora examina

las implicaciones de este crimen más allá del daño individual. La metodología utilizada

corresponde a un acercamiento etnográfico mediante entrevistas tanto con la familia de la

víctima como con los integrantes del pueblo en general. Además, se basa en una revisión

documental.


Este caso, permite ver cómo el acto de violencia sexual no solo transforma su vida, sino la de

su familia y su comunidad . Cambian sus dinámicas productivas, su interacción social, y se

profundiza el temor y el desplazamiento. El trauma se inscribe también en el territorio. Así

pues, el acto de violencia sexual implica un daño a nivel físico y psíquico, no solo para la

víctima directa, sino para la familia, el grupo o comunidad, cuya estructura se ve alterada. El

cuerpo, el cerebro y el medio social conforman un conjunto de aspectos entrelazados y

significativos, integrándose como un todo. Se trata de un impacto simbólico, la violencia

sexual se convierte entonces en una táctica de colonización.

La autora sugiere que, para responder adecuadamente a estas circunstancias, es urgente que

las instituciones de justicia adopten una perspectiva culturalmente sensible e informada,

reconociendo que no basta solo con aplicar leyes, se necesita comprender que el daño incluye

impactos relevantes en otras dimensiones y vivencias comunitarias. Solo así se puede avanzar

hacia una justicia realmente transformadora.

Ojeda ofrece una profunda reflexión sobre cómo la violencia sexual trasciende el daño físico

individual para abarcar efectos culturales, espirituales y colectivos. La autora argumenta que

la violencia no es un fenómeno aislado, sino que está enraizada en estructuras de poder y en

dinámicas históricas de despojo y colonización. El estudio de Ojeda representa una

contribución significativa a los estudios sobre violencia de género, despojo territorial y

memoria.


La investigación de Ojeda es, sin duda, un aporte valioso para comprender las complejas

realidades de la violencia en distintos contextos. Resalta la urgencia de abordarlas desde una

perspectiva amplia, situada y contextualizada. Nos recuerda que la memoria no es solo un

registro del pasado, sino un campo de disputa en el presente, un espacio donde se negocian

significados y se reconstruyen relaciones . Visibilizar estas violencias es también una forma

de resistencia. Validar las experiencias de las comunidades indígenas y de las mujeres no solo

repara daños individuales: ayuda a reconstruir el tejido social y cultural que la violencia

busca romper.


Leer autoras mujeres, y en especial aquellas que integran en sus análisis las experiencias de

otras mujeres, es fundamental para pensar una antropología más justa, crítica y situada.

Necesitamos más textos que nos hablen de cómo se habita el cuerpo femenino, desde el dolor,

pero también desde la resistencia y el vínculo con los territorios. El aporte de Rosa Icela Ojeda es crucial no solo por su marco teórico, sino porque pone en el centro las voces y

experiencias de mujeres indígenas, mostrando cómo la violencia —y en especial la violencia

sexual— se inscribe en sus cuerpos como forma de dominación y despojo.


Su trabajo nos recuerda que la etnografía puede y debe ser una herramienta para denunciar,

visibilizar y acompañar, pero también para comprender otras dinámicas, otras concepciones

del cuerpo, del alma, de la salud y del daño. Una etnografía hecha por mujeres sobre mujeres,

con un enfoque situado, nos permite abrir preguntas profundas sobre la relación entre cultura

y violencia, sobre cómo se configuran los significados del cuerpo femenino en contextos

indígenas, y cómo estas marcas no son solo físicas, sino también espirituales y colectivas.


El enfoque que Ojeda construye —desde la antropología, la cognición corporizada y la

escucha comprometida— nos deja ver que el cuerpo de las mujeres no puede entenderse sin

el territorio, sin la historia y sin la memoria. Por eso, este trabajo es también una invitación a

construir una antropología feminista que se atreva a mirar lo que suele doler, lo que ha sido

silenciado, y a nombrarlo con claridad, rigor y cuidado.

 
 
 

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